Durante décadas, los responsables políticos han intentado, sin éxito, que los estadounidenses consuman menos sal. En abril de 2010, el Instituto de Medicina instó a la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos a regular la cantidad de sal que los fabricantes de alimentos ponen en los productos; el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, ya ha convencido a 16 empresas para que lo hagan voluntariamente. Pero si Estados Unidos conquista la sal, ¿qué ganaremos? Patatas fritas insípidas, seguro. Pero, ¿una nación saludable? No necesariamente.
Esta semana, un meta-análisis de siete estudios con un total de 6.250 sujetos publicado en el American Journal of Hypertension no encontró pruebas sólidas de que reducir la ingesta de sal reduzca el riesgo de ataques cardíacos, accidentes cerebrovasculares o muerte en personas con presión arterial normal o alta. En mayo, unos investigadores europeos que publicaron en el Journal of the American Medical Association informaron de que cuanto menos sodio excretaban los sujetos del estudio en la orina -una excelente medida del consumo previo-, mayor era su riesgo de morir por enfermedad cardíaca. Estos resultados ponen en duda la creencia generalizada de que el exceso de sal es malo para la salud, pero las pruebas que relacionan la sal con las enfermedades cardíacas siempre han sido tenues.
Los temores sobre la sal surgieron por primera vez hace más de un siglo. En 1904, los médicos franceses informaron de que seis de sus sujetos que tenían la presión arterial alta -un factor de riesgo conocido para las enfermedades del corazón- eran adictos a la sal. La preocupación aumentó en la década de 1970 cuando Lewis Dahl, del Laboratorio Nacional de Brookhaven, afirmó que tenía pruebas «inequívocas» de que la sal provoca hipertensión: indujo la hipertensión en ratas alimentándolas con el equivalente humano de 500 gramos de sodio al día. (En la actualidad, el estadounidense medio consume 3,4 gramos de sodio, es decir, 8,5 gramos de sal, al día.)
Dahl también descubrió tendencias poblacionales que siguen citándose como prueba fehaciente de la relación entre el consumo de sal y la hipertensión. Las personas que viven en países con un alto consumo de sal -como Japón- también tienden a tener la presión arterial alta y más accidentes cerebrovasculares. Pero, como señaló un artículo publicado varios años después en la revista American Journal of Hypertension, los científicos no tuvieron mucha suerte a la hora de encontrar tales asociaciones cuando compararon la ingesta de sodio dentro de las poblaciones, lo que sugirió que la genética u otros factores culturales podrían ser los culpables. No obstante, en 1977 el Comité Selecto de Nutrición y Necesidades Humanas del Senado de Estados Unidos publicó un informe en el que recomendaba a los estadounidenses reducir su consumo de sal entre un 50 y un 85%, basándose en gran medida en el trabajo de Dahl.
Las herramientas científicas se han vuelto mucho más precisas desde entonces, pero la correlación entre el consumo de sal y la mala salud ha seguido siendo tenue. Intersalt, un gran estudio publicado en 1988, comparó la ingesta de sodio con la presión arterial en sujetos de 52 centros de investigación internacionales y no encontró ninguna relación entre la ingesta de sodio y la prevalencia de la hipertensión. De hecho, la población que consumía más sal, unos 14 gramos al día, tenía una presión arterial media más baja que la población que consumía menos, unos 7,2 gramos al día. En 2004, la Colaboración Cochrane, una organización de investigación sanitaria internacional, independiente y sin ánimo de lucro, financiada en parte por el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU., publicó una revisión de 11 ensayos de reducción de sal. A largo plazo, las dietas bajas en sal, en comparación con las dietas normales, redujeron la presión arterial sistólica (la cifra superior del índice de presión arterial) en personas sanas en 1,1 milímetros de mercurio (mmHg) y la presión arterial diastólica (la cifra inferior) en 0,6 mmHg. Esto es como pasar de 120/80 a 119/79. La revisión concluyó que «las intervenciones intensivas, inadecuadas para la atención primaria o los programas de prevención de la población, sólo proporcionan reducciones mínimas de la presión arterial durante los ensayos a largo plazo». Una revisión Cochrane de 2003 de 57 ensayos a más corto plazo concluyó de forma similar que «hay pocas pruebas del beneficio a largo plazo de la reducción de la ingesta de sal».
Los estudios que han explorado la relación directa entre la sal y las enfermedades del corazón no han salido mucho mejor parados. Entre ellos, un estudio del American Journal of Medicine de 2006 comparó la ingesta diaria de sodio declarada por 78 millones de estadounidenses con su riesgo de morir por enfermedad cardíaca en el transcurso de 14 años. Se descubrió que cuanto más sodio comían las personas, menos probabilidades tenían de morir de una enfermedad cardíaca. Y un estudio de 2007 publicado en el European Journal of Epidemiology realizó un seguimiento de 1.500 personas mayores durante cinco años y no encontró ninguna relación entre los niveles de sodio en la orina y el riesgo de enfermedad vascular coronaria o de muerte. Por cada estudio que sugiere que la sal es poco saludable, otro no lo hace.
Parte del problema es que los individuos varían en su respuesta a la sal. «Es difícil dar con estas asociaciones», admite Lawrence Appel, epidemiólogo de la Universidad Johns Hopkins y presidente del comité de sal de las Guías Alimentarias para los Estadounidenses de 2010. Un estudio de 1987, muy citado, publicado en el Journal of Chronic Diseases (Revista de Enfermedades Crónicas), informó de que el número de personas que experimentan descensos de la presión arterial después de consumir dietas altas en sal es casi igual al número de personas que experimentan picos de presión arterial; muchas se quedan exactamente igual. Esto se debe a que «el riñón humano está hecho, por diseño, para variar la acumulación de sal en función de la cantidad que se ingiere», explica Michael Alderman, epidemiólogo de la Facultad de Medicina Albert Einstein y ex presidente de la Sociedad Internacional de Hipertensión.
Algunos médicos sostienen que, aunque las pequeñas bajadas de presión arterial no tendrán un gran efecto en los individuos -no afectarán realmente al riesgo de sufrir un ataque al corazón-, pueden acabar salvando vidas a nivel de población, en parte porque un pequeño porcentaje de ésta, incluidos algunos afroamericanos y personas mayores, parece ser hipersensible a la sal. Por ejemplo, un estudio publicado en febrero de 2010 en el New England Journal of Medicine estimó que reducir el consumo de sal en un 35% aproximadamente salvaría al menos 44.000 vidas estadounidenses al año. Pero estas estimaciones tampoco son pruebas, sino conjeturas. Y las dietas bajas en sal podrían tener efectos secundarios: cuando se reduce el consumo de sal, el cuerpo responde liberando renina y aldosterona, una enzima y una hormona, respectivamente, que aumentan la presión arterial.
En lugar de crear políticas drásticas sobre la sal basadas en datos contradictorios, Alderman y su colega Hillel Cohen proponen que el gobierno patrocine un gran ensayo clínico controlado para ver qué sucede con las personas que siguen dietas bajas en sal a lo largo del tiempo. Appel responde que ese ensayo «no puede hacerse ni se hará», en parte porque sería muy caro. Pero a menos que dispongamos de datos claros, las campañas evangélicas contra la sal no sólo se basan en una ciencia poco sólida, sino que, en última instancia, son injustas. «Se está haciendo un gran número de promesas al público con respecto a este enorme beneficio y a las vidas salvadas», dice Cohen. Pero está «basado en extrapolaciones descabelladas».